El día de fin de año casi me subo por equivocación al autobús de los borrachos. No sabía que el Estado neoyorkino había puesto en marcha un bus antirresaca. Yo había salido con mi Paula a dar un paseo. La niña no dormía y servidora se había cansado de contarle el cuento de Caperucita. Mi heredera pequeña ni metiéndole miedo con el lobo que come a la cría de la caperuza le entra el sueño cuando se pone tonta.
El sueño le entró cuando vio a los borrachos del autobús. La asustaron más que el lobo de Caperucita. No me extraña. Tenían los pobres una pinta que parecían los habitantes de un manicomio. Uno le quiso dar a mi Paula una botella acabada de cerveza. Mi hija empezó a gritar como una descosida.
Cuando llegamos a casa mi marido abrió los ojos como platos. No reconocía a su hija. No me extraña. Mi Paula estaba totalmente fuera de sí. La acosté y durmió como una bendita. Su hermana Patricia quería despertarla. No se lo permití. Paula tenía que recuperarse de la traumática experiencia de ver a tantos borrachos juntos.