La gente vive de manera humilde, sin lujos, pegados a la naturaleza. Son muy religiosos. Lo vimos en la iglesia Colonial de San Blas, una construcción sencilla que me recordó un poco las pequeñas capillas que hay en muchas aldeas gallegas. La tenían pintadita de color blanco por fuera. Muy chula. Nosotros asistimos a un servicio religioso. Se veía que la gente local era muy creyente.
Mi marido se empeñó en hacer turismo salvaje. Enfrente de la iglesia está el parque central de Nicoya. Allí nos fuimos con nuestro guía y con el grupo de amigos que venía de viaje con nosotros. En Nicoya los bosques asilvestrados son lo habitual. Es lo que ves desde esta pequeña ciudad, ciudad por los servicios que da a sus habitantes y a los habitantes de los alrededores. No es tan ciudad por sus edificaciones. No ves edificios de más de dos alturas. Es como un pueblecito. Eso sí, tiene su encanto. Por eso os recomiendo visitarlo.
Mi marido y sus amigos fueron al Parque Nacional Barra Honda a bajar por unas piedras enormes hasta una cueva. Yo no estaba tan loca. Me quedé en Nicoya, en mi hotelito, como una marquesa. No estaba para hacer turismo salvaje. Aproveché para ir de tiendas. Compré unos mangos deliciosos y otra fruta en un mercadillo agrícola que habían montado. También aproveché para llevarme objetos de artesanía. Es lo que siempre compro en mis viajes en el extranjero para mi madre y para mi suegra.